Hormigas de la esperanza. (extracto)

9 DE NOVIEMBRE DE 2014 | ARTICULOS

Sin título-1***

Viernes. 8:30 am. Un grupo de personas fuimos convocados por varias ex alumnas del Colegio Cristo Rey para experimentar una mañana distinta. La idea era conocer un lugar que reúne a 400 niños desescolarizados y marginados. Allí, dentro de La Bombilla, en el Barrio 24 de marzo, está la Escuela Jenaro Aguirre. Un sitio construido enteramente por el arresto de una monja llamada María Luisa Casar. “Una marciana”, “una visionaria”, “una loca maravillosa”, coinciden todos. Una mujer nacida en la provincia de Cantabria, en España, que comenzó la mayor obra de su vida en Petare, a los 60 años de edad: alfabetizar a los hijos de la miseria.

La primera vez lo hizo en las escaleras sucias del barrio. Después en la habitación de un rancho. Finalmente, llegó a tener una casa para dar clases. Hoy tiene 84 años y una proeza que ha crecido varios pisos con cuatro centenas de alumnos de pre-escolar y primaria. El milagro posee sus fogonazos: dispensario médico, biblioteca, dos salas de computación, y su gran alarde, una coral.

Entramos por la cocina. Había cinco cocineras y un pequeño pizarrón donde estaba anotado, por grados, el número de almuerzos que debían cocinar: 273. La lluvia impidió que llegaran todos los alumnos. El colegio es una procesión de escaleras y amabilidad. Un etcétera humano prodigioso. La música, el arte y la decencia, son parte de las materias que estudian unos niños que estaban condenados a la inopia.

Recorrimos cada salón de clases. Las sonrisas abundaban. La chikungunya también. En un salón pregunté cuántos niños la habían tenido. Casi todos alzaron su brazo, incluida la maestra. Una niña vio al resto con sorpresa. Sólo ella se había salvado de la epidemia. Hablamos con los maestras mientras visitábamos cada espacio. La terraza tenía rejas gruesas y ladeadas, para que sirvieran de escudo contra las balas perdidas. Adentro, el conocimiento, la dignidad. Afuera, el silbido de la violencia y la basura.

Llegamos al salón donde ensayaba la coral. Cantaron, no como dioses, sino como niños salvándose de la indolencia. Fue un momento de rara belleza. En sus rostros había un nudo de fragilidad y de coraje. Se sabían habitantes de una topografía hostil pero habían decidido salvarse. Una monja lo inició todo. Hoy, todo el que se anima, colabora.

No hay duda: la pobreza es un ultraje a la condición humana. Un agravio masivo. La diferencia entre un niño desasistido y uno al que se le extiende la mano es una vida entera. En mitad del desamparo, ese salón de clases donde triunfaba la música era una bombona de ilusión. (Si les entusiasma la idea, hoy esos niños, a las 11 am, darán un concierto en el Colegio Cristo Rey de Altamira).

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Ese día la autopista me resultó más amable. Como si el largo atasco de automóviles me pudiera llevar a otra ciudad distinta. Como si la esperanza tuviera rostro. 84 o 22 años. Cara de monja, de estudiante universitario, de ama de casa con la rodilla esquilada, de ex alumna del Cristo Rey que consagra sus viernes a llevar insumos a un colegio, de cocinera de cuatrocientos platos de arroz, de maestra amorosa, de niño que canta. Cara de venezolano que apuesta, sin estridencias, por el país.

Hay ejemplos que nos impiden claudicar. Tal vez el éxodo mayor debe ser hacia la esperanza. Si miramos con atención, advertiremos que hay un laborioso camino de hormigas en mitad de esa palabra.

Leonardo Padrón

http://leonardopadron.com/hormigas-de-la-esperanza/