¿Los sacerdotes también lloran?
Yo no aguanté y lloré ayer. Iba a cenar cuando sonó el timbre de casa. Buscaban un sacerdote para dar la unción de los enfermos a una moribunda. Pedí permiso a mi superior, tomé el óleo santo, el ritual de los sacramentos, la estola morada y me subí a un coche desconocido que me llevó a un hospital público cercano.
Si alguien hubiera aparecido en aquel lugar sin saber dónde se encontraba hubiera supuesto que se trataba de un mercado. Pero no, era un hospital público con hacinamiento donde las personas –desgraciadamente– no siempre son tratadas con la dignidad que merecen.
Subí el ascensor, recorrí unos pasillos y llegue a la habitación (donde había otros tres internados). En la cama se encontraba una mujer agonizante que estaba perdiendo la batalla contra el cáncer de hígado y páncreas. En los pasillos aguardaba la familia de Laura: el papá, el esposo y sus tres jóvenes hijos (el más pequeño de apenas tres años).
Traté de consolarla, darle el cariño con que Dios se disponía a recibirla pero ya estaba inconsciente. Entonces me preparé para administrar el sacramento de la unción y pedí al esposo de la moribunda que me ayudará como «acólito». Se me cortó la voz varias veces y la fuga de lágrimas fue una constante durante casi todo el rito. Al final pedí a los familiares que salieran de la habitación y di la absolución que se da a los que se confiesan. Si Laura moría en unas horas iría derechito con Dios.