D. FRIEDRICH, Cruz en el mar Báltico (1815). Berlín, Castillo de Charlottenburg.
Frente a nosotros la cruz. Como si quisiera impedirnos mirar el horizonte del mar, los barcos que en él navegan, lo eterno que esconde. La cruz siempre se nos impone sin que la busquemos. Y aparentemente bloquea nuestro camino, nuestra ruta hacia el infinito que deseamos y merecemos. Cuanto menos nos sorprende. Una cruz tosca y pobre, que tiene historia y sal, y que se yergue, subversiva, sobre la roca. Frente a ella rivalizan en importancia el horizonte, siempre atrayente del anochecer, ése que está lleno de interrogantes sobre el sentido, pero que no tiene respuestas… Y la luna que brilla en la noche y jamás pierde su luz. La que hace orientarse a los marineros y regula el ciclo del mar y de las cosechas… ¿Y si Dios mismo estuviera brillando, eterno, en todas nuestras noches, aun cuando la cruz se nos impone en el camino?
El pintor, mientras realizaba la pintura, escribió una carta a la mujer que se la encargó, con las siguientes palabras: "El cuadro para su amiga ya está esbozado, pero no contendrá iglesia, árbol, planta o hierba. En una playa desnuda y pedregosa se alza la cruz. Para quien la ve, un consuelo; para quien no la ve, una cruz". El autor no quiere que sea símbolo del final, sino fuerza en el trayecto, esperanza ante el futuro…
La cruz se convierte en nuestro camino en un faro que alumbra en medio de la noche. Indica dónde y cómo se llega al puerto, a la orilla. Dibuja los límites invisibles del lugar donde está el refugio, el puerto seguro. No tiene una luz fija, sino frágil e intermitente. Solo los marineros expertos distinguen dónde se encuentran cuando la ven. La cruz, en este domingo de ramos, nos vuelve a señalar la meta, la orilla de un Corazón que nos espera y en el que tenemos sitio.
La cruz se convierte en la imagen de las causas perdidas (o ganadas, quién sabe). Allí donde se dejan los exvotos que son signo de batallas, de triunfos y fracasos. Si nuestras cruces hablaran serían capaces de contarnos nuestra propia historia. El ancla señala la esperanza, el final de la travesía, la meta alcanzada, la certeza del encuentro final. Los remos son el esfuerzo, la lucha y las propias seguridades: quien los dejó ha decidido no pelear contra las corrientes sino rendirse y dejarse llevar por un Viento a favor. Y la roca, que todo lo sostiene, evoca el espacio de lo eterno, el lugar que ya no tiemblan, donde los pies están seguros y el camino alcanzado…
La cruz se convierte en nexo, en vínculo de unión entre lo lejano. Domina la imagen y el horizonte entero. Una simple cruz, como tantas que señalan nuestros espacios cotidianos. Es más que una cruz. Cristo no está en ella, sino dominando toda la obra en lo escondido: ancla y puerto, luna y horizonte, mar y barca… La cruz acaba siendo puente entre dos espacios, escalera que invita a subir, que acerca lo eterno a la tierra humana. Como si estuviera vacía para que nosotros la ocupemos. Feliz elección la de Cristo al subirse a ella, cátedra donde se aprende lo sagrado: especialmente humana (o inhumana, según se mire), hace a Dios compañero de camino, y a nosotros, frágiles y vulnerables, nos eleva al lugar de Dios. Una cruz, señal, puente, flecha que apunta a la meta de la vida…
Fray Javier Garzón O.P. Dominicos.org