Suele repetirse esta lectura cada miércoles de ceniza. No son gritos pesimistas, no. Es clamor del pueblo hacia Dios, un clamor que ha quedado convertido, con el transcurrir de los siglos, es suaves palabras, dichas sin énfasis ni fuerza interior. El Señor pide que todo corazón se vuelva hacia Él. Ese es el giro, ese es el cambio, esa es la actitud cuaresmal que debe prolongarse a lo largo del año. Que las actitudes negativas -podemos llamarlas pecado- duelan por dentro, desde el corazón y que no sean simple reconocimiento mental, sino que han de serlo cordial. No es preciso la algarabía ni el desgarro de ropas, algo muy propio del pueblo judío. Eso podría ser puro teatro, pantomima externa. Aunque ya no se produce, sí estuvo presente, con profundo sentido de arrepentimiento, en las comunidades primitivas. Hoy se invita a no aparentar, sino a vivir con sinceridad y coherencia cuaresmal.
Lo auténtico es: aceptación de limitaciones, arrepentimiento sincero, creer que el Señor es tierno, compasivo, paciente con nuestras debilidades, abrirnos a recibir el perdón hecho sacramento de vida. No es necesario pregonar nuestro arrepentimiento, pero sí el perdón de Dios. Hay que reunirse como comunidad y tomar conciencia juntos de que Dios nos perdona. Y manifestarlo sin pudor ni miedo alguno; sin gritarlo, pero sí con gestos claros. No es cuaresma tiempo para timoratos y medrosos. Sólo así podremos responder a la pregunta de los paganos ¿Dónde está tu Dios? Y nosotros les diremos: Dios está en el perdón, en la compasión, en el impulso de gracia que Él nos da para salir al encuentro de los otros… para que ellos también nos perdonen. Si en nosotros no ven esas actitudes, no verán a Dios. Y aunque las vean, muchos seguirán negando la fuerza transformadora de Dios. Lástima. Nada podemos hacer.
El evangelio es muy claro: nada de aparentar ni figureo farisaico; en cambio, sí a la limosna, sí a la oración, sí a algunas renuncias en pequeños gestos silenciosos, anónimos. Tres dimensiones que dignifican y dan sentido a la aceptación del encuentro reconciliador con Dios y con los demás.
Nada de pregonar: a nadie le interesa nuestra conversión, los cambios e intercambios con Dios. Debe ser un diálogo sincero entre Dios y cada uno. Es un contrato entre dos sujetos que se reconocen, que se buscan, Dios y tú, que quieren ser fieles el uno al otro, donde lo que cuenta es “la palabra dada”. Porque la mayoría de las veces el amor y el perdón aparecen por donde no estábamos mirando. Es preciso girar no solo el corazón, sino la cabeza para ver por dónde nos viene la salvación.
Fr. José Antonio Solórzano Pérez
Casa San Alberto Magno (Madrid)