Con del Domingo de Ramos, comienza, para la Iglesia, la semana mayor que culminará en la Vigilia Pascual-Domingo de Resurrección.
El Domingo de Ramos, con la procesión de los ramos o las palmas por la ciudad –si la pandemia lo permite-, la Iglesia conmemora su peregrinación hacia la Pascua de Resurrección.
La “doble” celebración de este día –procesión y eucaristía- reviste por un lado un ambiente festivo con la aclamación de la realiza de Cristo “Hosanna en las alturas”; (procesión de ramos), y, por otro, un ambiente de muerte “crucifícalo”, (Liturgia de la Palabra de la Eucaristía).
Si en el primer evangelio se puede escuchar y sentir a todos los perdonados, curados, sanados y amados por Cristo; en el “crucifícalo” del segundo evangelio se escuchar la voz de los que quieren, (y quizá no pueden), apartar a Dios del mundo.
Quienes se unen en corifeo con la chuma del “crucifícalo”, no se percatan que, a la vuelta de una semana, la resurrección de Cristo será una realidad. Realidad visible, no solo en la naturaleza, por el nuevo crecimiento de la vida en primavera, sino porque la muerte ya no tiene lugar en este mundo: el Viviente ya no muere más, vive para siempre –Pascua Florida.
En un mundo “tan tolerante”, donde el hablar de Dios es signo retrógrado y de infantilidad intelectual, los seguidores del Resucitado tienen (tenemos) que salir a los distintos areópagos a proclamar que la vida, la resurrección, es una realidad espiritual incontestable.
Debe ser esta Santa Semana tiempo para que el cristiano confronte su proyecto de vida con el de Cristo. El asumir los triunfos y alegrías, las tristezas y las esperanzas propias, y de los demás –cirineos-, para que sean transformadas y resurgidas por y en la resurrección de Cristo en la Vigilia Pascual de la Noche Santa.
Fr. Carlos Recas Mora O.P.
Convento del Santísimo Rosario (Madrid)