El encantador paisaje de los Cárpatos, los aromas de la primavera, el sonido cristalino del río, el alegre canto de los pájaros. Aquí, en Zariccia, un pueblo de la región de Ivano-Frankivsk, en el oeste de Ucrania, la mente se niega a pensar en la guerra y la destrucción, causa del sufrimiento en el este y el sur del país. En Zariccia, sólo la presencia de los 44 refugiados que han sido acogidos en la casa de ejercicios espirituales de la Congregación Misionera de San Andrés habla de la guerra. “En los primeros días, todos parecían un poco temerosos, recelosos, cada uno intentaba establecer sus propios límites sí mismos y los demás”, dice el padre Ihor Kliuba, sacerdote greco-católico de la archieparquía de Ivano-Frankivsk, a quien los miembros de la Congregación pidieron que se hiciera cargo de los nuevos habitantes de la casa que lleva el nombre de los santos Cirilo y Metodio. El padre Ihor vive ahora aquí, junto con su esposa y su pequeño hijo de seis meses.
Los miedos se desvanecen
“Antes de venir aquí, mi esposa y yo también estábamos un poco preocupados porque no conocíamos a estas personas ni su estado de ánimo, temíamos que no nos aceptaran, pensábamos en posibles conflictos”, recuerda el joven sacerdote, que se ordenó hace unas semanas. Al cabo de un rato, los temores, tanto de los refugiados como del padre Ihor y su esposa, se disiparon en la armonía de la naturaleza circundante, sanadora del cuerpo, pero también en las conversaciones cotidianas, en los esfuerzos de todos por hacer la vida diaria más cómoda y hermosa, y en la oración común, sanadora del alma.
La dimensión ecuménica
“Podemos decir que esta es una casa ecuménica”, dice el padre Ihor. “Los refugiados pertenecen a diferentes confesiones cristianas: entre ellos están los protestantes, los ortodoxos. Mi familia y yo somos los únicos católicos”. Este hecho sólo planteó una pregunta al joven sacerdote: “¿Cómo organizar una oración diaria en la que todos pudieran participar?” “Después de pensarlo un rato”, cuenta, “le dije que todas las tardes, a las 20 horas, tendríamos una oración común y quien quisiera podría participar. Para el padre Ihor, la presencia de todos fue una sorpresa. Todas las noches la comunidad reza, a veces el sacerdote propone una breve catequesis, y después también se discuten los asuntos prácticos de la casa, las decisiones que hay que tomar para el día siguiente. “Si no hubiera capilla en esta casa, si no hubiera oración comunitaria”, dice el padre Ihor, “creo que el ambiente general sería muy diferente: probablemente habría conflictos y peleas. Este encuentro de oración nos une, nos convierte en comunidad, y aquí vivimos las palabras del Evangelio: ‘Que todos sean uno'”.
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