La lectura del Evangelio de este domingo es de triple tradición, es decir, está presente en los tres Evangelios sinópticos (Mc 8, 27-30; Mt 16, 13-20). Lucas sigue aquí el relato de Marcos, el cual se encuentra exactamente al centro y marca un antes y después en la relación de Jesús y sus discípulos. Se trata, pues, de un relato que nos habla de algo tan importante para las primeras comunidades cristianas: Quién es Jesús. De esta respuesta depende la vida de cada creyente y de cada comunidad, en Judea y en el mundo entero.
La doble pregunta de Jesús (“¿Quién dice la gente que soy yo?” Y “Ustedes, ¿Quién dicen que soy?”) genera una respuesta decisiva en sus seguidores. Se conoce a Jesús por lo que dice y hace, pero sobre todo como Aquel que viene en la historia para cambiar la historia. La respuesta de Pedro no sólo habla de su fe, sino de una confesión de fe. Es decir, nace de la propia experiencia, del día a día vivido con él: “Tú eres el Cristo de Dios” (v 20). El elegido, el enviado, el Salvador. Una identidad de Jesús que será totalmente manifestada en la cruz y en el seguimiento. No se conoce de oídas o viendo, se conoce viviendo y dando la vida por quien se ama. Mientras que la respuesta de los discípulos sumerge a Cristo en la historia, la respuesta de Pedro la trasciende.
Por eso Jesús es realista y anuncia las consecuencias de darlo todo. Amplía el sentido de la vida, de la muerte y de la entrega por una causa justa. Y esto no gusta. Cuando la verdad de Jesús se ve desde la cruz, el servicio y la acogida, preferimos muchas veces no escucharla ni comunicarla y menos aún vivirla. Pero Jesús, maestro que enseña mirando a los ojos, nos regala el significado de nuestra propia identidad en un seguimiento posible y necesario: “El que quiera venir conmigo, renuncie a sí mismo, cargue con su cruz de cada día y sígame” (v 23). Es la llamada de alguien que ve con esperanza el futuro porque confía en el presente y reescribe la historia con nosotros: desde abajo, en lo cotidiano y con nuestras fragilidades. Por tanto, se trata de un Evangelio que presenta tres identidades: la que los discípulos le dan a Jesús; la que Jesús transmite de sí mismo; y la que invita a ser paso a paso con él. Escuchándonos sabemos también quién es Jesús y “mirando a Jesús sabemos quiénes somos” (Congregación General 35 de la Compañía de Jesús).
En nuestros días, cuando las fronteras definen las identidades, estamos llamados más que nunca a volver a las preguntas primeras de nuestra existencia: ¿Quiénes somos? ¿Nuestras diferencias, dividen o unen? ¿Somos realmente diferentes, al punto de negarnos a compartir la vida? Así lo hizo Jesús, que sabiendo quien era, muestra el camino del reconocimiento humano. La fragilidad de nuestra realidad no condiciona la esperanza a la que estamos llamados/as. El miedo a lo diverso no puede paralizar una dinámica de acogida que parte del Evangelio. A fin de cuentas, la indiferencia es negarnos a nosotros mismos.
Preguntarnos y dejarnos preguntar nos permitirá seguir creyendo que la esperanza y la salvación no son conceptos desencarnados, sino realidades que se vuelven palpables cuando el compromiso es la respuesta de la fe, y revelamos, con nuestros actos solidarios, la identidad del Dios en quien creemos.
Para Radio Vaticano, jesuita Juan Bytton