Por las redes sociales corren videos de la quema de una iglesia, del momento en que un hombre descamisado le pega por la cabeza a un sacerdote que está en un altar oficiando una misa, las palabras desesperadas de sacerdotes retenidos en sus casas por funcionarios policiales y muchos otros terribles atropellos. Los desastres que causaron en la iglesia que quemaron son espantosos, rompieron estatuas, libros, mobiliario, reliquias. Es obvio que para estos grupos de Ortega no tiene ningún significado que los nicaragüenses sean en su mayoría católicos.
La pelea del dictador Daniel Ortega contra la Iglesia Católica comenzó durante el primer gobierno sandinista en 1979. Aunque en el inicio, al derrocar a Somoza, el episcopado de ese país quería colaborar con la junta, poco a poco se fueron retirando porque se dieron cuenta de la facilidad con la que la nueva gente llegada al poder violaba los derechos humanos y, además, quería imponer un nuevo tipo de culto, sobre la base de la Teología de la Liberación.
Muchas críticas hicieron los obispos e incluso desde el Vaticano sobre esta pretensión, pues consideraron que la Iglesia no puede tener como principio una ideología como el marxismo, que niega por completo la fe. Los sacerdotes Ernesto Cardenal, Miguel D’Escoto y Edgar Parrales tomaron esta tarea de convertir a los creyentes con esta nueva doctrina, y hasta allí llegó la tolerancia. El papa Juan Pablo II los execró de la Iglesia.
Parece que Ortega no se olvida de lo difícil que fue para él las relaciones con la Iglesia. Pero sobre todo, sabe que está enraizada en lo más profundo del alma nicaragüense, por eso quiere eliminarla de cuajo, para poder manejar a la gente a su antojo; sabe que los sacerdotes en cada pueblo y en cada ciudad dicen las cosas como son y se atreven a enfrentarse al poder que viola los derechos humanos. Entre el clero de Nicaragua hay muchos hombres valientes.
Por eso salen las hordas a amedrentar, a meter miedo, a aterrorizar, para que ni los sacerdotes ni la feligresía se sienta segura en ningún templo y decida marcharse para dejarle el camino libre a Ortega, que quiere construir un Estado sin religión.
Es hora de que la Iglesia Católica exprese su solidaridad con el clero de Nicaragua, hay que hacerles saber que no están solos. No pueden dejarse abandonados porque de su trabajo depende en mucho el bienestar de los más desposeídos del país. Ortega no hace nada por ellos.