Está claro que Dios no hace distinciones
Durante los domingos anteriores, Jesús ha persuadido a sus amigos de que él había muerto y resucitado. Les aseguró que no era un fantasma, que tenía carne y huesos. Les mostró sus llagas, comió con ellos. Poco a poco los apóstoles fueron creyendo, fiándose de Jesús y confiándose a él, y se alegraban de verle. No les resultó fácil creerle resucitado. Tomás, el mellizo, se arriesgó a verificar si era verdad o no que había resucitado; finalmente tocó a Jesús y exclamó dócilmente:“Señor mío y Dios mío”.
Hoy, la primera lectura nos cuenta un enojoso “problema pastoral” de la Iglesia primitiva. Pedro, el primer Papa, debía resolverlo. Cornelio, un pagano, ciudadano romano, capitán del batallón destacado en Cesarea, hombre de oración y caritativo, se sentía seducido por el Resucitado; deseaba bautizarse e ingresar en la comunidad de los cristianos. ¿Era esto posible? Pedro dijo: ¿“Puede alguien impedir que se bauticen con agua los que han recibido el Espíritu santo igual que nosotros?”. Finalmente, movidos por el Espíritu, bautizaron a Cornelio. Más tarde, Pedro, debió informar de su decisión en Jerusalén. Y allí dijo: “Si Dios les concedió el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para estorbar a Dios? (Hch 11, 17).
La decisión de Pedro, animada por el Espíritu de Pentecostés, inaugura una Iglesia pascual, abierta; una Iglesia en salida, un pueblo para todos, como le gusta decir al Papa Francisco.
Fr. Luis Carlos Bernal Llorente O.P.
Convento de Santa Catalina (Barcelona)
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