Tema general de este Domingo: dificultades con que se encuentran los mensajeros de Dios, incluso entre los más cercanos. Marco: es el final de la segunda sección de la primera parte. Toda la primera parte (Mc 1,1-8,27ss) se centra en la actividad de Jesús, el Mesías, por Galilea; la primera […]
III.6.El acierto de la escuela cristiana de Mateo fue precisamente leer las Escrituras, Is. 8,23ss precisamente, a la luz de la vida de Jesús. Ahora se están cumpliendo esas palabras de Isaías, cuando el profeta de Galilea anuncia el evangelio del Reino. Siendo esto así, no se podría entender que el cristianismo no sea siempre una religión que aporte al mundo “buenas noticias” de salvación. Siendo esto así, la Iglesia no puede cerrarse en un mensaje contra-evangélico, porque sería repetir, por agotamiento, la experiencia caduca del judaísmo oficial del tiempo de Jesús. Este es el gran reto, pues, para todos los cristianos. Porque Dios quiere “reinar” salvando, haciendo posible la paz y la concordia. De ahí que el reino de Dios, tal como Jesús lo exterioriza, representa la transformación más radical de valores que jamás se haya podido anunciar. Porque es la negación y el cambio, desde sus cimientos, del sistema social establecido. Este sistema, como sabemos bien, se asienta en la competitividad, la lucha del más fuerte contra el más débil y la dominación del poderoso sobre el que no tiene poder. Y esto no se reduce simplemente a una visión social, sino que es también, y más si cabe, religiosa, porque Jesús proclama que Dios es padre de todos por igual. Y si es padre, eso quiere decir obviamente que todos somos hermanos. Y si hermanos, por consiguiente iguales y solidarios los unos de los otros. Además, en toda familia bien nacida, si a alguien se privilegia, es precisamente al menos favorecido, al despreciado y al indefenso. He ahí el ideal de lo que representa el reinado de Dios en la predicación de Jesús; estas son las buenas noticias que le dan identidad al cristianismo.
Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al mar, en el territorio de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló». Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos,porque está cerca el reino de los cielos». Paseando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, llamado Pedro, y a Andrés, que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre, y los llamó. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron. Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.
Los primeros discípulos del Señor entendieron muy bien la diferencia entre el bautismo de Juan en las aguas del Jordán y el bautismo de Jesús. El mismo Juan lo aclaró: “Yo bautizo en agua, para que Él sea dado a conocer en Israel”, y da su testimonio de cómo vio descender sobre Él, el Espíritu. Así lo explicaron y lo hicieron entender a las primeras comunidades los apóstoles: el bautismo de Jesús comunica su Espíritu para transformar el corazón de sus seguidores. Sin esa transformación en los bautizados, la Iglesia se enfría, se apaga y se va extinguiendo. Sólo el Espíritu de Jesús puede dar vitalidad y renovar la Iglesia, sólo su Espíritu nos puede iluminar para penetrar en el verdadero sentido del Evangelio, nos puede llenar de energía para colaborar cada día en la renovación que necesita hoy la Iglesia en nuestro mundo confuso y confundido con ideologías que son antagónicas al hermoso diseño de vida que Dios dispuso para bien y felicidad de todos los hombres. Nuestra Iglesia de hoy necesita evangelizadores con Espíritu, que se dispongan a transmitir con audacia la verdad de su evangelio
En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».
Dejado ya el tiempo de Navidad, por la liturgia de éste domingo
todo nuestro ser es conducido a revivir los orígenes de nuestra esencia
cristiana.
La experiencia de fe vivida y compartida en comunidad
llena toda la fraternidad de los que nos reunimos en el nombre del
Señor.
Nos resituamos ante las palabras evangélicas para escuchar,
contemplar, celebrar y vivir la experiencia del Espíritu de Jesús en
nosotros, compartiendo con Él y los hermanos el gozo de la salvación.
Lo
que vivieron junto al Jordán el Profeta del desierto y Jesús, volvemos
a experimentarlo cuando habiendo escuchado sus palabras decidimos
encarnarlas.
El bautismo de Jesús transforma toda relación con nuestro Padre Dios.
D. Carmelo Lara Ginés O.P. Parroquias de Abengibre y Casas Ibáñez (Albacete)
En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?». Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia». Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».
Este segundo domingo de Navidad, después de la fiesta de María Madre
de Dios con que abrimos el año nuevo, es una profundización en los
valores más vivos de lo que significa la encarnación del Hijo de Dios.
(Podemos volver a leer el texto comentado el día de Navidad)
III.1. Esta es una de las páginas más gloriosas, profundas y teológicas que se hayan escrito para decir algo de lo que es Dios, de lo que es Jesucristo, y de lo que es el hecho de la encarnación, en esa expresión tan inaudita: el “Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. La encarnación se expresa mediante lo más profundo que Dios tiene: su Palabra; con ella crea todas las cosas, como se pone de manifiesto en el relato de la creación de Génesis 1; con ella llama, como su le sucede a Abrahán, el padre de los creyentes; con ella libera al pueblo de la esclavitud de Egipto; con ella anuncia los tiempos nuevos, como ocurre en las palabras de los profetas auténticos de Israel; con ella salva, como acontece con Jesucristo que nos revela el amor de este Dios. El evangelio de Juan, pues, no dispone de una tradición como la de Lucas para hablarnos de la anunciación y del nacimiento de Jesús, pero ha podido introducirse teológicamente en esos misterios mediante su teología de la Palabra. También, en nosotros, es muy importante la palabra, como en Dios. Con ella podemos crear situaciones nuevas de fraternidad; con nuestra palabra podemos dar vida a quien esté en la muerte del abandono y la ignominia, o muerte a quien esté buscando algo nuevo mediante compromisos de amor y justicia. Jesús, pues, también se ha encarnado para hacer nuestra palabra (que expresa nuestros sentimientos y pensamientos, nuestro yo más profundo, lo que sale del corazón) una palabra de luz y de misericordia; de perdón y de acogida. El ha puesto su tienda entre nosotros… para ser nuestro confidente de Dios.
El tiempo de Navidad nos remite a una amalgama de sentimientos y
tradiciones. El encuentro familiar y el ambiente festivo, como lo
expresan las comidas, los regalos, los adornos y todo lo que marca la
agitación de estos días que hemos vividos, nos muestran nuestra
realidad. Pero en esta vorágine, podemos perder de vista, lo qué estamos
celebrando. La liturgia del tiempo navideño viene en nuestra ayuda para
poder vivir el sentido profundo de la Navidad. El misterio de Dios que
se encarna en nuestra historia, es testigo de ello y el cumplimiento del
anhelo profundo, del corazón humano. Como nos recuerda el Papa
Francisco: “el pesebre, mientras nos muestra a Dios tal y como ha venido
al mundo, nos invita a pensar en nuestra vida injertada en la de Dios;
nos invita a ser discípulos suyos si queremos alcanzar el sentido último
de la vida.” (Admirabile signum 8).
El ciclo navideño es una
paulatina manifestación del Misterio de la Encarnación, que comienza la
noche de Navidad en donde el Niño es presentado a los pobres, de ayer y
hoy, y culmina con la fiesta del Bautismo del Señor en donde el Dios,
comunidad de amor Trinitario, revela la misión de Jesús.
En ese
contexto el segundo domingo de Navidad nos nuestra la identidad profunda
de Jesús, poéticamente expresado por el Prólogo del Evangelio de Juan.
Pero al mismo tiempo nos ayuda a captar como la acción de Dios se
expresa en su sabiduría tal como lo expresa el fragmento del libro del
Eclesiástico que leemos en esta celebración. Por último, el himno de la
carta a los Efesios es el corolario adecuado de este día.
Dejémonos iluminar por la profundidad de este misterio para que nos impulse a afrontar los desafíos del tiempo que nos toca vivir. Con la certeza que en Jesús está la vida, y la vida es la luz de los hombres (Cf Jn 1,4).
Jesús nació en Belén de Judá, en tiempos del rey Herodes. Unos
magos de oriente llegaron entonces a Jerusalén y preguntaron: “¿Dónde
está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su
estrella y hemos venido a adorarlo”.
Al enterarse de esto, el rey Herodes se sobresaltó y toda Jerusalén
con él. Convocó entonces a los sumos sacerdotes y a los escribas del
pueblo y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le
contestaron: “En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta: Y
tú, Belén, tierra de Judá, no eres en manera alguna la menor entre las
ciudades ilustres de Judá, pues de ti saldrá un jefe, que será el pastor
de mi pueblo, Israel”.
Entonces Herodes llamó en secreto a los magos, para que le
precisaran el tiempo en que se les había aparecido la estrella y los
mandó a Belén, diciéndoles: “Vayan a averiguar cuidadosamente qué hay de
ese niño y, cuando lo encuentren, avísenme para que yo también vaya a
adorarlo”.
Después de oír al rey, los magos se pusieron en camino, y de pronto
la estrella que habían visto surgir, comenzó a guiarlos, hasta que se
detuvo encima de donde estaba el niño. Al ver de nuevo la estrella, se
llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa y vieron al niño con
María, su madre, y postrándose, lo adoraron. Después, abriendo sus
cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Advertidos durante
el sueño de que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro
camino.